La noche cubre su habitación con su manto sombrío,ella se sienta al espejo,
se alisa sus cabellos lentamente como acaricándolos con su cepillo de nácar.
Se pinta con los colores más vivos sus labios,sus ojos,su rostro.
Vuelve su mirada hacia el espejo,
observa su reflejo,sus pupilas se llenan de lágrimas que evita que caigan para no arruinar el maquillaje;
son segundos,minutos de dolor.
Se viste con sus ropas más invisibles,
botas de caña larga y tacones altos,apronta su pequeña bolsa color ocre; no quiere olvidarse de nada,
ni siquiera del brillo metálico,filoso acompañante que más de una vez tuvo que usar.
Se dirige a la jungla de cemento,a esa esquina,la de siempre,donde vende al mejor postor su vida,una vida que no fue la que soñó.
Muchos han pasado por su templo de carne,
jóvenes,viejos,casados,divorciados,
cientos se confesaron ante la "Diosa" de la noche;
esos mismos que se horrorizan de día con su trabajo,hipocresía,dolores,cicatrices que ningún bálsamo podrá borrar de su alma jamás.
Para ella,la ciudad ha crecido de espaldas a sus ganas,la espada inquisidora de los "impolutos" la atraviesan,su paisaje de luces nocturnas ciegan sus ojos delineados,alquitrán de lágrimas repetidas,su pañuelo manchado,harto de secar el torrente negro.
El ùnico milagro para ella es esa luna compañera que la mira; le reza,le deposita sus miedos.
(...)
Cuando las primeras luces del alba dibujan los edificios,cuando la cruel ciudad comienza a despertar ella regresa,cansada,sacude la cerradura,entra,arroja su bolsa encima de un sillón destartalado,se sienta al espejo,vuelve a contemplar por minutos su rostro ; ya no puede contener las lágrimas.
Después de vaciar su bronca se lava la cara,máscara que cubre una mujer que no reconoce,se baña rasgando su piel,luego cae rendida sobre su cama hueco,se duerme,sueña,aleja sus pesadillas,por la tarde se levanta,apoya sus puños sobre el colchón,respira hondo,quisiera seguir soñando,pero sabe que le quedan pocas horas de vida...
para volver a sentarse frente al espejo.
Marcelo Rubèns Balboa